Fotografía de Oleg Oprisco

Andaba perdida en la noción del tiempo, se me enredaba el ahora con el después y no sabía en cuál baldosa del antes o del hoy detener los pies. Sonreí cuando te vi a dos calles del mañana, una hora me pregunto si llevaba reloj porque buscaba con desespero un minutero que le acompasase cada segundo y yo, con solo prisas para obsequiarle, la aparté del camino.
El calendario protestó volcando las fechas y ya no atino cuándo es lunes ni domingo; las efemérides están de huelga y las noches se suceden en mi cuarto sin saber cuándo crecen o menguan.
Sigo perdida; el mañana, en pausa.
Dice el calendario que hasta ordenar las fechas; la hora, que hasta conseguir segundero que acompase sus minutos.
Me obsequió un reloj..., descompuesto.
No se mide el transcurrir de un instante ni mucho menos la distancia de esas dos calles para alcanzarte.






Esto de las emigraciones te vuelve un poco paranoica, más cuando eres de las que se queda. Acabas por colocarle a cada persona conocida una especie de cronómetro que señale la marcha atrás del tiempo que le resta en la ciudad. A veces te tornas selectiva: no deseas entablar relación significativa alguna con alguien que vaya a durar en tu vida menos de tres quincenas. Otras, las prisas te llevan a iniciar una presentación con la pregunta mal aprisionada por tus labios: “¿cuándo te vas?”.
Hay quienes se cruzan en tu camino y pasan de largo, como en esos torpes tropezones en cualquier calle con un desconocido que al rato olvidas; y hay quienes se cruzan en tu camino y te atraviesan...
Él es del segundo grupo y ya estoy sacando inventario de las palabras por oírle que me quedan, los kilómetros de cercanía por disfrutar antes de que cruce o sobrevuele la frontera, por cuánto tendré sus ojos que miran directo y sin rodeos tal si me abarcaran completa o hasta cuándo he de creerme que quepo a mis anchas en sus pupilas marrones mientras me miman, mientras me mecen y me desnudan...
De a poco, de a mucho, cada cual ha ido llenado un álbum de despedidas en el que siempre caben más fotografías y la siguiente es también siempre la penúltima.
Todavía no le ha puesto fecha a la noticia que no espero y sigo viendo el cronómetro sobre su cabeza con signos interrogativos, pero su silueta se me desvanece grano a grano como en un reloj de arena.
Hoy me han vuelto a encerrar tras sus párpados sus ojos imposibles, me han mordido el oído las palabras pronunciadas. Se me ha anudado la garganta no más al mencionar:
— ¿A dónde…?                                                          
Hasta las interacciones más bonitas, por pequeñas o profundas que sean, tienen fecha de caducidad... Aun no me acostumbro a lo efímero, a tener que resignarme a tropezar una y otra vez con un desconocido en cualquier calle olvidada porque todas, las pocas, personas que me atraviesan se marchan.
No le he preguntando el cuándo, no he podido. Estuve a punto de hacerle prometer como hacen tantos (una no es harina de otro costal) que no se vaya sin despedirse. No obstante, irónicamente, tampoco quiero ver cómo se va.
Desvié una lágrima. No sé si alguno de sus ojos oscuros la distinguió antes de esfumarse. Y entre risas, ya se sabe que las carcajadas también son una forma de desahogo, le solté a lo tonto:
—Vete despacito para que me dures más.
No quieren saber qué me dijo, o sí, pero me lo guardo. No todo es materia de relato.





El mundo ya tiene demasiadas imitaciones. Defienda la originalidad. Con la tecnología de Blogger.