Jugamos en el bosque dando al lobo por ausente solo porque tardó en golpearnos su aliento nauseabundo y por un segundo de gracia el filo de sus colmillos le dio paz a nuestra carne. Caperucita sí existe. Su capa roja resbala líquida por esa piel que antes cubría nuestra mutua desnudez, la misma en la que hoy ya nada vive. Te vas como me fui, o, ¿no existimos? ¿Qué fuimos? ¿Un secreto? ¿Un deseo mustio que no resistió siquiera al viento? ¿Veneno? ¿Un grito de horror cuya euforia caducó...? Amor que sin nacer murió, mutó y mató. 



The cover up - Erik Johansson

—Me he visto a través de las cortinas, el rostro tenuemente reflejado entre la tela. ¿Te has visto tú?
—Sí, siempre me veo. En los espejos, digo.
—Ah, te gustan las cortinas transparentes.
—No cuando están empañadas, aunque la visibilidad no cambia.
—Yo prefiero las cortinas de agua. Pero son un poco confusas, ¡estén calmas o agitadas todo lo moldean a su conveniencia!
— ¿No será más bien el agua la moldeada?
—No. Es demasiado escurridiza para meterse en formas. Ella solo... se adapta.
—Mmm, yo prefiero las cortinas de humo. Al rato las ves... al otro no. Es como jugar a las escondidas.
—Es como tener ninguna.
—Y quedar oculto al descubierto...
— ¿Estás fumando, cierto? He escuchado un silbido.
—Por supuesto —le da una honda calada al cigarrillo—. El tabaco me lo calo gratis, pero a ti solo con el vicio —se oye otro silbido—. ¿Y tú? Te estabas duchando hace nada, ¿verdad? También he oído el agua...
—Te equivocas, ha de ser que chocheas y con los años que cuentas... Ve a ver si no dejaste la llave del fregadero abierta.
Cuelga petulante, interrumpe la visión de su silueta contra el telón impermeable del baño y se desliza bajo la ducha. Entretanto su interlocutor hace amago de levantarse del asiento en que reposa tal si siguiera la orden o la advertencia.
— ¡Me lleva...! —Manotea obstinado dejándose caer de nuevo y pesadamente sobre los almohadones mullidos del mueble—. Hasta cuando no está fastidia la muy...
Tras otro silbido el final de la frase se esfuma al igual que el cigarrillo.





Lo conocí cuando el descreimiento me reventaba los ojos y la paciencia, y enarbolaba el escepticismo cual bandera y me burlaba a mandíbula suelta y sin reparo de las zalamerías y palabrerías con las que suelen revestirse los enamorados.
Nunca le mencioné lo ridículo que se me hacía su forma de cantar los desamores, tan alto y doliente como si el apocalipsis se materializara en sus sentires, tan hondo e hiriente como para no poder evitar hundirte ni ser por completo inmune.
Iba por allí paseándose como melodía rota o guitarra sin cuerda y yo terminaba deseando, no sé cómo ni por qué, componer los acordes de la una y las carencias de la otra.
Hubo un tiempo en que lo odié cada día sin falta hasta el punto en que pude responderme cómo se podía aborrecer lo querido y viceversa.
Entre remiendo y remiendo me quedó mucha tela por cortar que él no quiso usar ni yo botar, lo recuerdo. Hay trajes que no quedan como queremos.
Recuerdo también que cuando entendí su tragedia interna me sentí patética. La ira y la tristeza jamás habían librado en mí una lucha tan intensa. Rabiaba que dolía y dolía hasta la furia. Eso sé. Y entonces me conocí sin la carcajada descarada y las palabras desfilando tontas por las comisuras de mis labios, hube de haber desafinado en más de una tonada en que la alegría ideada y no concebida, de tanta pena y silencio, se tornó en des-dicha.
Por largo rato me acompañó esa asfixia ardiente que se te instala entre la garganta, la nariz y la boca como un grito atravesado, aunque nunca manifiesto y que te hace boquear como pescado al borde del desespero. A nadie le deseé tal angustia. Deben de existir mejores maneras de hacerte ver que en ti hay vida.
Hasta ayer he andado con ese tú y yo con entrecomillado sarcástico y puntos suspensivos atorado en el pescuezo, esa manía de voz rota y temblorosa suscitada por los nervios cada vez que él se anunciaba en mis sentires ha mudado a un talante sobrio y frío que parece despedirle.
Ya no es para tanto lo que fue para nada y eso justo he sentido cuando este mediodía el sonido de su voz al teléfono me acarició el oído.
—Hola, ¿quién habla? —Dijo. Y yo, que en mi mente tenía un “hola, bonito” al mejor estilo de Jarabe de Palo en su versión más afinada y alegre, me anudé la lengua y, antes de colgar, maté el adiós adherido a ella.





Era 2 de noviembre, Día de Muertos, y aunque no enterrábamos a nadie, no entendimos cómo era posible que se nos murieran tantas cosas juntas. Llegamos a la celebración con más kilos perdidos de los que habíamos ganado en todo el año, con las prendas cosidas a punto de remiendos para que no nos holgaran sobre el cuerpo. Entre los presentes, los que jamás habían tenido que pasar la noche dentro de un féretro, iban preparados para hacerle competencia a cualquier muerto viviente y se dedicaban entre sí muecas y expresiones de sorpresa y espanto al darse cuenta de que el esqueleto les asomaba de a poco a la carne. “¡A lo que hemos llegado! ¡A lo que hemos llegado!” Era la frase oída y pronunciada de manera más frecuente. Muy importante el detalle de recitarla por cada ocasión dos veces seguidas como para resumir o resaltar el consabido estado de crisis general.
— ¿Ya vio? Tampoco se consigue...
—No sí, pero viene con precio nuevo.
— ¡¿En dónde?! Póngase a creer... A ver pa’ cuántos alcanza...
— ¡Otra vez! ¡Miaaalma! ¡Pero si ya lo habían aumentado hace dos semanas!
—Pues, ¿qué te digo? Para lo que les importa... ¿No esperabas recibir el año nuevo con los precios de ayer?
—Año nuevo... ¡Jum! ¿Y sí llegaremos?
Las conversaciones giraban siempre en torno al mismo tema o convergían en un mismo desenlace, era como si cada cual llevara diferentes bobinas con idéntico hilo conductor.
— ¡Y me lo pregunta a mí! ¡Aquí hay que pedirle permiso a la economía y al hampa para vivir!
—Si es verdad. A una vecina se le metieron a la casa a robar y le dieron cuatro tiros al hijo.
—Corrió con suerte. Hay miles a quienes no se la dejaron contar.
— ¿Contar? Está por verse... En un hospital sin insumos y con la madre corriendo de aquí pa’llá buscándole medicamentos...
— ¡Agotados!
— ¡Sí, señor! Nada nuevo bajo el sol.
—Que está que arde, por cierto.
— ¡Mire! Va pasando un avión.
—Ah, sí. ¿Se fijó? Vuela a la misma altura que nuestra inflación.
— ¡Ja! Y la escoria aquella decretando aumento salarial cada dos por tres...
—Esto hace rato que se estancó, mijo. Nada que avanza...
— ¿La cola o...?
— ¡Bah! ¡Va a preguntar?
A ese punto de la discusión no era raro estar cerca de oír:
—Donde esto siga así, agarro mis maletas y...
Un “y” con tres puntos suspensivos que no hacía falta completar.
Sin embargo, para Ignacio, el mensaje seguía igual de inconcluso cuando lo oyó:
— ¿Y...? —Preguntó.
— ¡Y me voy!
— ¿A dónde? ¿Vuelves a casa de tu mamá?
— ¿Qué sentido tendría irme a treinta minutos de aquí?
— ¿Irte? ¿Por qué?
— ¿Cómo que por qué? Las mañanas sin café, el agua sin llegar, la luz que se va sin avisar, los estantes y la nevera vacíos, no saber dónde esconderme el teléfono o la plata cuando voy en el metro o la camionetica, estar siempre de los nervios cuando voy por la calle, tenerle terror a estar fuera de casa luego de las seis de la tarde, no distinguir entre un policía y un criminal; que si a fulanito le volvieron a robar, a sultanita la mataron y a menganito lo acaban de secuestrar ¡otra vez!; que te la cales, ¡cuidado: sin pro-tes-tar!, porque aquí tus derechos son un delito; que no hay esto ni aquello y que de lo otro tampoco va a haber, que si o haces cola o trabajas, que si el salario no te da y ¡ni te molestes en ahorrar...!
Hizo una pausa para tomar aire y el silencio fue interrumpido por el sonido de su estómago reclamando alimento.
—Ah..., ya entiendo. Siempre te pones de mal humor cuando tienes hambre.
— ¡A ver en qué episodio de esta tragicomedia maldita y socialista se me quita...! —Estalló fúrica.
—Ahí quedaron unas...
—“Arepas de plátano con jugo de guayaba y papelón...”. —Recitó entre dientes por lo bajo—. ¡Estoy haarrrta del parapeteado y re-pe-ti-do me-nú!
— ¡Pero, ¿qué quieres...?!
— ¡¿Que qué quiero?! ¡¡¿Que qué quiero?!! ¡Arrrg! —suspiro frustrado—. Tu hermana, ¡que se pasó cinco horas pagando plantón frente al supermercado para comprar nada!, dizque te llames a tu primo. La compañía en dónde está va a cerrar y ¡otro desempleado más! Y Chucho que anda como loco buscando antibióticos para la niña... ¡¿A quién se le ocurre, chico, tener muchachitos ahorita con todo lo que ya hay que parir?! Pero si ni hay anticonceptivos... ¡Qué vaina tan arrecha!
— ¡¿Y yo qué puedo hacer?!
—Tú, no sé. Pero lo que soy yo, ¡me voy!
“¿Pero irse cómo y a dónde?”, insistía Ignacio incrédulo. Lo que en realidad no comprendía era por qué ella quería dejarle, aunque en su decisión poco tuviera él que ver. No le veía sentido a abandonar su familia, sus afectos, el lugar donde había crecido y lo que había construido para cambiar unos problemas por otros en algún distante o remoto destino en el que se estrenaría con el distintivo de “extranjero”. No más pronunciar la palabra se sentía ajeno.
Unas últimas frases acudieron a su boca para sosegarla, el efecto fallido de éstas le abofeteó la cara, le replicó y ardió en las mejillas por meses e incluso después, cuando tras malabares de parte y parte e incontables mensajes de esperanza, estos sí solo proferidos por él y desoídos por su novia, llegaba la crónica y requeteanunciada marcha.
Ella se iba a quién sabe dónde, a quedarse con quién sabe quién y a hacer quién sabe qué a kilómetros y kilómetros lejos de él; se hacía a la idea de que sería recibida por otra zona horaria, otro gentilicio, otro clima, otra gente, otra cultura y un etcétera de otros otros. Él se quedaba ya se sabe dónde, con quién y a qué sin todavía hacerse a la idea de despedirse.
En medio de los respectivos adioses en el aeropuerto les quedó a ambos el humor rancio, un mal sabor de boca, un hueco en el estómago y una compartida punzada de arrepentimiento mientras cada cual pensaba al unísono:
“Debí haberme ido”.
“Debí haberme quedado”.
El vuelo LV 653 pasa raudo sobre nuestras cabezas dejando su estela, dos líneas paralelas blancas sobre un cielo despejado. Karen apenas tiene tiempo de ver el avión en que ignora que viaja su cuñada cuando el señor por delante de ella en la cola lo usa de referencia a nuestra inflación desorbitada.
Sus pensamientos viajan hacia Ignacio y de inmediato se suma al hilo de la conversa general:
—Hoy mismo mi hermano está despidiendo a su novia que se va —me comenta con tristeza y como si me conociera, supongo que por esa extraña familiaridad nacida de compartir situaciones adversas.
Niego silente en mitad de una mueca, las palabras se me figuran huecas.
—Aquí ya no hay quién viva, mija… —Resopló resignada otra mujer de la fila y al instante encontró réplica más allá.
—No sí, lo que no hay es cómo...
Era Día de Muertos y entre todo lo perdido cada cual tenía un difunto al cual honrar, aunque en realidad era otro día muerto más.




El mundo ya tiene demasiadas imitaciones. Defienda la originalidad. Con la tecnología de Blogger.