Christian Schloe – The Poet

La luna llena no l'alcanza'l lobo que aúlla.
¿Dices que no le alcanza al lobo o que el lobo no la alcanza?
Ambas.
¿Por qué?
Por el vacío que le deja su lejanía.
Quieres decir, ¿por su ausencia y su distancia?
No puede prenderla ni tenerla.
¿Para qué querría poseerla o amarrarla?
Para no perderla.
Solo perdemos lo que alguna vez ha sido nuestro.
Justo por eso la admira en silencio.
En silencio no, lo rompen sus aullidos.
Es cierto. Pero ella no escucha.
Porque está ausente y distante...
O porque es sorda y ajena.
¿Y quién es su dueño?
Pregúntale a las estrellas.





No fue el beso no dado
un gesto de despedida,
ni la caricia negada
anticipo del final;
ni tu huida,
anuncio de mi partida
ni mis lágrimas,
causantes de tu pesar.
Si acaso, quizás,
la monotonía:
una mentira,
los tonos de un mono
torpe en el cantar,
una payasada mía
por ti no reída,
un esfuerzo mutuo
no sabido apreciar,
alguna memoria
gastada hace tiempo
de tanto reusarla
para aparentar
y la fotografía
fija en un momento
que otrora
comenzó a expirar.
Ahogo...
Asfixia...
Nos faltó el aire
cuando los cuerpos
se agotaron de sobrar.
La ausencia, sí,
tal vez eso:
estar lejos a un roce
hacernos ¿compañía?
tal cadáveres próximos 
a enterrar.
Y el vacío tan vivo,
tan ardiente el frío...
—Amor mío,
¿ponemos las pasiones
a descongelar?
—Tranquila, mi vida:
hay cariño en conserva
en el desván.
Vencido, de seguro;
pero ¿a quién culpamos
de no haber mirado
su fecha de caducidad?
Ahora que recuerdo...
quizá sí fue el beso
a medias
en que los labios
no se lograron saciar.
Y acaso, también,
la caricia,
desganada y triste,
que ni un trozo de piel
consiguió erizar.
Huiste y marché,
desde luego,
y ninguno
consideró regresar.
Recuerdas, después,
el aliento...
ese suspiro franco
de libertad.
Fuimos felices
al deshacernos de la carga
que nos lastraba llevar:
tú,
de mis cincuenta y cuatro
promediados;
y yo,
de tus setenta y cinco justos
sin variar.





Fotografía de Oleg Oprisco

Mirar el firmamento
a través de tus ojos,
perseguir el horizonte
en las líneas de tu cuerpo
y en los pliegues de tu piel.
Verte deslumbrar 
junto a mi almohada
al despuntar el alba,
caminarte las tristezas
y llevármelas marcadas
en la planta de los pies.
Adorarte,
redonda y plateada,
a través 
de la duermevela 
y el insomnio
cada noche,
gravitar 
maravillado 
dentro de tu ser,
preguntarle al espacio
y que me respondiera contigo
o me respondieras tú 
cada vez.
Aunque 
ya no me contestan
tu voz 
ni tu presencia
te invento
como antes
para después,
mientras en vano
me encadenas
bajo llave
en el pasado,
que seguirás 
conjugando 
en gerundio
hasta que 
me hayas 
olvidado.
Que los momentos
en los que reinó el nosotros
te pasen factura 
si lo intentas.
Que el tiempo
no marque mi ausencia 
en tus sentires
si me niegas.
“Que 
ya dejaste 
de renombrar
el universo 
con mi nombre”,
dices.
Me encojo de hombros.
De todas formas,
me quedaba grande
y siempre 
preferí
caber en ti.
Admito que,
con penas y glorias,
el mío
(mi universo)
sigue 
llevando
tu nombre,
y ahora
que en ti no quepo
no sé
a dónde 
he de mudarme
ni, 
mucho menos,
a dónde 
pertenezco.







Hay días de días en que pareces levantarte con el pie izquierdo porque todo te sale o te cae mal y empiezas a creer en que debes de estar pagando de forma tardía alguna maldición por haber roto un espejo años atrás. De pronto quieres culpar a todas las escaleras debajo de las cuales pasaste de pequeña por tu altura, a cada uno de los paraguas puestos a secar bajo techo de tu mala suerte, a todas las viejas que te barrieron los pies mientras limpiaban su casa de que no te hayas casado y a todos los gatos negros, aunque te generen simpatía, de todo lo negativo que te esté pasando. No aciertas un paso con otro, te invade una rabia descomunal y el mundo, le guste o no, se va a enterar.
Sacas un pie de casa con el mismo recelo con que lo hiciste de tu cama minutos antes y sin guardarte esperanza alguna de que la sombra agorera recién cosida a tu estampa te deje tregua.
— ¡Buenos días! —Desprende cortesía la vecina entretanto, escoba en mano, te pregunta por la salud y la familia e involuntariamente te ensucia con el polvo de la calle los pies.
¡¿Qué tienen de bueno?! Alguna gente necesitaría una especie de radar para detectar cuándo alguien no está de humor para hablar ni mucho menos para dar muestras de amabilidad. Lo piensas, pero no lo dices. Finges un gesto de conformidad, que te importa muy poco si es demasiado soez y sigues tu camino sin pestañear.
Hasta caminar te da fastidio, debe ser por ello que lo haces a una velocidad inusual, como si quisieras quemar tu ira con las suelas de tus zapatos y consumir los kilómetros por recorrer en un santiamén. Haces el baile del bobo con un par de atravesados que se creen que intentar chocar contigo en ese estado, cuando te resulta insignificante llevarte todo por delante, es una idea digna de premio.
—Lo siento. —Pues fíjate que yo no y favor que le haría al planeta sacando del medio a un montón de gente sin dirección. ¿Qué? ¿Se te perdió la brújula?
 Otra vez, lo piensas pero no lo dices. Te limitas a traspasarlo con los ojos para que te despeje la vista y sobreentienda que no estás para aceptar disculpas. Ya en el bus, sentada en uno de los asientos que da al pasillo para que nadie ose acompañarte durante tu corta estancia en ese medio de transporte, intentas serenarte. Mas es en vano, la arrechera te invade y, a ese ritmo, dirigirá tus pensamientos y movidas durante bastante tiempo. Bienvenida sea su estadía en tu cuerpo.
Alguien parece querer jugarte una broma y le escuchas reírse con un:
—Eh, ¿me permite?
Señala el puesto desocupado a tu lado que da a la ventana y no puedes dejar de preguntarte cómo es posible que habiendo tantos lugares vacíos le haya dado por coincidir precisamente contigo en ese. Cree que la broma no la entendiste y la repite:
—Permiso, joven. ¿O está ocupado?
No te hace ni un ápice de gracia tener que hacerte a un lado para darle pase. Evalúas cambiar de asiento, pero la ira que no conoce de comodidad te obliga a permanecer en él. El sujeto, quien intuye que su primer chiste no hizo efecto, prueba con uno nuevo:
— ¿Sabes? Soy un hombre solo, hace años me separé de mi mujer. Tengo dos hijos con ella que no veo mucho. Cada mes les paso algo para la manutención y eso, tú sabes, pero nada más. Tengo una sobrina como de tu edad que a veces me visita... está estudiando. Es una niña muy cariñosa. Yo trabajo en el supermercado que queda allí en la avenida, en la frutería, es un trabajo relajado. Gano bien, me alcanza para lo básico y para unos cuantos caprichos. Pero como te dije, soy un hombre solo. ¿Tú tienes pareja?
¡Qué labia tan chimba! Estás negando de asombro y rabia desmedida mal contenida y, obvio, confía en que el gesto responde a su pregunta. Sonríe.
—Podemos... Eh, yo estoy buscando una mujer que me haga compañía. ¿Sabes? Soy un hombre religioso...
¡Por Dios! ¡Mátenlo! ¿Tengo un cartel de “chica fácil busca hombre express” en la frente o qué? ¿Y con semejante historial y biografía se cree de veras que quiero tomar cupo en alguno de los “caprichos” de su lista? ¿O que porque sea un hombre “devoto” voy a sucumbir por piedad a los atractivos irresistibles de su calva con pelo aquí no y aquí sí y a la verruga velluda que me grita ¡hooola!, toda fresca y cantarina, desde su nariz?
Lo piensas y por supuesto que, aun cuando las palabras pugnan por salir escupidas de tu boca, no lo dices. En cambio, le manifiestas cínica tu rechazo:
— ¡Pues siga buscando, señor!
Te trae sin cuidado su réplica dolida:
—Entiendo. No soy el hombre para ti.
¡Viejo verde! Encima debes calarte que el chofer le tenga harto miedo al acelerador y te haga eternamente odiosa su compañía. Te provoca gritarle ¡¿dónde carrizo se sacó el carnet de conducir?! ¡Que ni en días de fuerte tráfico te había tocado subirte a un autobús con una marcha tan lenta! ¡Que su desperdicio de velocidad en un sábado por la mañana en el que puede adueñarse a sus anchas de las vías es una tamaña grosería! Pero, claro, no lo dices, solo lo piensas, mientras estudias que el coste a desbordarte la impaciencia podría ser con facilidad equivalente a bajarte sin pagarle el pasaje.
Otra cosa que piensas, pero que no haces y abandonas la desperolada o destartalada camionetica con una furia que viaja a una velocidad tres veces superior a los 30 km/h a los que iba el conductor.
De nuevo simulas desear incendiar el suelo con las suelas de tus zapatos. Un taxista figura ver fuego y encaja una de las ruedas de su coche en un charco mojándote un poco más que la dignidad y haciéndote hervir la sangre a un punto de ebullición mayor que los consabidos cien grados centígrados de temperatura. Tienes la garganta seca por la calentura y paras en un establecimiento para tomar un refresco. No sabes si el dependiente olvidó servírtelo frío o eres tú quien le ha transmitido parte de tu euforia a la bebida. Pides hielo y descubres que el más mínimo contacto de tus dedos con los transparentes y sólidos cubitos acaba por derretirlos hasta dejar un ligero vaho en su lugar. Desistes, pero el calor que te acecha y el ardor en tus amígdalas no es en lo absoluto normal.
Una mujer de ojos achinados te asalta pidiendo ayuda con alguna dirección en un idioma distinto al de tu lengua natal y que entiendes, pero que no tienes ganas de practicar. ¿Tengo cara de mapa o de guía turístico? Lo piensas, mas no se lo dices. Optas por pulverizarla con una mirada indiferente. No es culpa tuya que haya extraviado o dañado su GPS.
Dos motas de polvo de su figura consumida despiden un póstumo aliento en solicitud de auxilio. La cruzas y te das cuenta de que tu caridad también ha ardido en llamas y se ha extinguido.
Ya en tu destino buscas el móvil para comprobar la hora, no está en ningún hueco de tu cartera y lanzas un improperio al percatarte de que no lo llevas.
—Es muy temprano para estar amargada —silba alguien.
¿Ah sí? ¡No me diga! ¿Es que hay una hora específica para que el hígado te supure bilis o algún gurú de la buena vibra y el positivismo se inventó un horario emocional que prohíbe dar rienda suelta a los sentimientos dependiendo de la posición en que apunten el segundero y el minutero?
Lo piensas, sí, pero no lo dices. Te contienes reflexionando en que si le das un par de bofetadas quizá se te pegue una mínima porción de su ánimo empalagoso y dulce. Las manos se te empegostan ante la idea, a tu furia en crecimiento la concepción de tanta melcocha innecesaria junta le asquea.
Una radio cercana anuncia la hora. No te agrada el hecho de que justo ese día te haya dado por ser puntual y ahora te toque esperar a tu cita más de lo normal. Él, buen conocedor de tu precedente, de seguro ha tomado la precaución de llegar de quince a treinta minutos más tarde de lo acordado. Vuelves a recordar el bendito celular y no te alegra nada tener que resignarte a esperar.
Para el momento en que aparece, tu arrechera te dobla la estatura, es un monstruo de dos cabezas con fauces abiertas y salivantes a la defensiva. ¡Y pobre del que se te acerque! Lo observas aproximarse a ti sin protocolo y piensas que el muy imbécil o es suicida o muy valiente. Sin saber por qué, le achacas la culpa de todo. Es que viene muy orondo el coño’e madre cuando llevas más de 40 minutos esperándole con la garganta seca y un humor de perros que si me haces ladrar te muerdo. Que además es culpa suya que hayas olvidado el celular y que un animal de dos patas te haya encharcado el pantalón y que te hayas tenido que calar un viaje insufrible en autobús con un acompañante igual de insoportable. Te cruzas de brazos y le das una patada al suelo ante la frustración, recuerdas haberte traído en los pies el polvo de la calle barrido por la vecina y los pisotones del par de estúpidos que no sabían por cuál lado de la acera ir; también culpa suya, porque si no fuera por él ¡te habrías ahorrado salir!
El muy inocente o ignorante ha tomado clases de cómo lidiar con fieras salvajes en Discovery Channel. Conecta con tus ojos para leer tus intenciones, sin embargo, tú te lo dibujas tal si jurara solemnemente que las suyas no son buenas. Resoplas y despides una humarada de veneno a la que él se presume inmune. Estira una de sus extremidades con cautela, pero retrocedes a la defensiva obsequiándole un rugido colérico en el que pudo tener una formidable visión de toda tu dentadura y el lugar más recóndito de tu boca en donde nace o se pierde tu lengua. Se mantiene estoico a tu regaño salvo para acicalarse la actitud y componerse la camisa.
— ¡Uy, estás como intensa!
— ¡¿PERDÓÓÓÓN?! —No ha tocado la tecla correcta.
—No, que se te ve tensa...
Se pone en marcha tras decirlo llevándote la delantera. Es cuando agradeces verdaderamente no tener garras ya que, de tenerlas, te da la espalda así y no la cuenta. De repente te encuentras siguiéndole o acompañándole el paso y, sin saber cómo, te pierdes, aunque no en idéntico sentido al de la mujer a quien pulverizaste hace nada. Entonces él, que te agarra con la guardia descuidada, va y te suelta:
—Pareces un elefante con la trompa amarrá.
La seriedad e indiferencia de su talante te hace dudar si lo expresa molesto o divertido. Imaginas al elefante, no obstante desconoces si debe generarte pena o gracia y la confusión te produce un pequeño cortocircuito que te obliga a relativizar las últimas horas de la mañana. No entiendes de dónde ha surgido ese afán supersticioso que te ha hecho desdeñar de los espejos rotos, lo gatos negros, las escaleras, las viejas con escoba y los paraguas cuando nunca te has preocupado ni por la mala suerte, ni por tu estatura ni mucho menos por el matrimonio (a Dios gracias), si te encanta que el hombre se agache pa' alcanzate la boca y no tienes ninguna prisa por convertirte en ama de casa trabajadora. En un momento de claridad tampoco comprendes esa antipatía, que juzgas exacerbada y exagerada, hacia todo lo que te rodea e interactúa contigo.
Por instantes perdonas a la vecina, a los dos desorientados, al chofer, a la extranjera, al dependiente... A todos y cada uno de los que a sabiendas ofendiste o heriste, exceptuando al taxista y al donjuán en decadencia de media tinta; al primero por haberte dañado el atuendo y al segundo, por hacerte ver el verde de forma despectiva.
“Pareces un elefante con la trompa amarrá”. ¡Ja! ¡Qué vaina más ridícula! La cuestión te causa gracia, pero ahora, increíblemente, estás arrecha por estar arrecha y no te permites la risa. Luego, como cosa rara, cometes la primera imprudencia en lo que va de día al decir algo que no piensas:
—Es que solo tú puedes cambiarme el ánimo con una frase tan pendeja.





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